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José Antonio Hernández-Díez (Caracas, Venezuela, 1964) despunta en la escena internacional cuando empieza a arraigar la idea del arte contemporáneo como un lenguaje global y se cuestiona el dominio de los artistas europeos y norteamericanos. Participa en importantes muestras como Aperto ’93: Emergency/Emergenza en la 45 Bienal de Venecia (1993), Beyond Borders, la primera Bienal de Gwangju (1995), y Cocido y crudo en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid (1994). Sus exposiciones incluyen fotografía, escultura, vídeo y dibujo; metafísica combinada con un humor adolescente; producciones de lujo junto a materiales «pobres» poco convencionales.

No temeré mal alguno presenta obras de finales de los ochenta y principios de los noventa, algunas de las cuales no se habían visto desde que se expusieron por primera vez, junto con un nuevo proyecto desarrollado específicamente para la ocasión. La presente exposición recupera los primeros trabajos experimentales en vídeo de Hernández-Díez, junto con otras obras tempranas realizadas con soporte de pantallas y vitrinas. Se incluyen, por ejemplo, tres piezas que se presentaron en su primera exposición monográfica, San Guinefort y otras devociones, que tuvo lugar en la Sala RG de Caracas entre julio y agosto de 1991 y que constituyó un auténtico hito. Esta exposición proclamaba lo que el artista calificó de «nueva iconografía cristiana» y ofrecía –en palabras de su colega Meyer Vaisman– «una visión tecnopop de los símbolos más venerados del catolicismo.

Comisarios: Latitudes (Max Andrews & Mariana Cánepa Luna)

La obra de Hernández-Díez parece secundar y al mismo tiempo someter a un cuestionamiento perpetuo la idea de que, en América Latina, el impulso racionalista y científico de la Ilustración no supuso una ruptura en el progreso del Barroco hacia la modernidad. A lo largo de los últimos treinta años, vemos como su arte sincrético forcejea con la superstición, la moralidad y la religión, mientras se muestra fascinado por la ética y la tecnología. Sus trabajos tratan tanto de la desigualdad social, la violencia y la agitación como de la cosmética y los bienes de consumo, e incluyen objetos domésticos y cotidianos junto a otros procedentes de la cultura urbana o del campo de los deportes. Hernández-Díez parece confirmar con su obra la teoría de que la discontinuidad es más probable que la continuidad. En vez de una ortodoxia intrínseca, descubrimos en ella una interminable secuencia de invenciones visuales e iconográficas, como si cada pieza estuviera diseñada para articular unas circunstancias culturales, personales e históricas específicas. Sus obras negocian con la creación artística como una práctica cargada con el peso de la opacidad, la veneración y la mortalidad, pero también apuestan por una cultura viva que se reanima continuamente.

Además del reto de devolver a la vida estas obras históricas, No temeré mal alguno presenta un nuevo proyecto de Hernández-Díez que hay que entender como un eco conceptual. Esta nueva serie comprende un estudio iconográfico de filamentos de bombillas, no solo como una extensión del tema de la revelación eléctrica y la visibilidad que tratan sus obras anteriores, sino también como un desafío para averiguar qué late bajo las grandes metáforas de la luz.