La llegada de Millares a la Península, hacia los años cincuenta, supuso el contacto con la tradición «negra» de Castilla y la generación del 98, lo que provocó que el artista se enfrentara al proceso creativo con una voluntad de destrucción y negación del espacio y la materia. En este acrílico sobre tela, el lenguaje del artista apunta claramente a su última etapa, ya a finales de los años sesenta. El uso insistente del blanco y negro, las grandes masas cromáticas transitando sobre fondos vacíos y la abstracción del informalismo lo identifican. Millares incorpora tela de arpillera empapada en pintura y convertida en un campo de experimentación. En este caso, arruga y dobla la arpillera sobre ella misma, logrando un potente efecto de tensión. Hay que destacar también la referencia irónica a la tradición pictórica representativa, con la inclusión de la palabra «cuadro» como título de la obra. Como en muchas otras obras del artista, la gestualidad expresiva apela al inconsciente, al miedo, a la destrucción y a todo tipo de sombras, ya sean personales o colectivas. «De una carga vital –motor ético de la obra de arte– estimulada por la acción positivo-negativa de la realidad afluye un nuevo modo de sentimiento a través de una materia expresiva casi inédita», explicaba el artista en el catálogo de la exposición que tuvo lugar en el Ateneo de Madrid en 1963.