En la antigua Grecia, Helicón era la montaña donde vivía el caballo alado Pegaso. Una montaña tortuosa, ya que helikós significaba, literalmente, «sinuoso». La misma forma que posee el instrumento de viento y metal conocido como helicón, parecido a la tuba y predecesor del actual sousáfono. A partir de esta filiación etimológica, Fito Conesa convocó a una pequeña banda de instrumentos de viento y de metal en la Sierra Minera de Cartagena – La Unión, en Murcia. Aprovechando el lago creado por los residuos de las actividades mineras y su aspecto apocalíptico – una zona de óxidos contaminantes, paradójicamente de gran belleza–, sitúa allí a siete músicos de distintas edades y les pide que interpreten una melodía para ver si la tierra responde y comienza así el fin del mundo (y con él, su renovación). Un gesto sonoro que invoca el principio del Apocalipsis con las siete trompetas míticas del relato bíblico. El dron que graba la escena inicial sitúa al espectador en el lugar de Pegaso. La aparente contradicción entre la belleza de un escenario tóxico y lo absurdo del gesto sonoro actúa como un ensayo visual del futuro inmediato.